La política monetaria no tiene, en sentido propio, herramientas capaces de fortalecer el funcionamiento de la economía. Es más, en el momento presente y en términos de pura factibilidad, los bancos centrales ni siquiera serían capaces de cumplir su misión constitutiva con la adopción de medidas dirigidas a contener una inflación rampante como la que se nos viene encima, en concreto, la más típica y convencional de ellas, el incremento de los tipos de interés. Simplemente, eso supondría un grave empeoramiento de unas balanzas fiscales desequilibradas por déficits presupuestarios descomunales y financiados por unos niveles de deuda soberana (también corporativa) igualmente sin precedentes, fomentados por tipos de interés negativos y por el QE. Solo un saneamiento gradual, decidido y bien explicado de los presupuestos, basado en una reducción del gasto público, en la racionalización de tributos y en el fomento de la innovación y la productividad podrá devolvernos, si fuera el caso, a la senda del crecimiento durable. La agenda verde y la alarma climática son uno de los principales obstáculos para llegar al consenso que se necesita para semejante tarea. Es más, la inflación no es otra cosa que la prueba y la consecuencia de los defaults soberanos, o sea, de la incapacidad de los Estados para hacer frente al pago de sus obligaciones, así como la forma de redistribuir las pérdidas derivadas de esa insolvencia, consistente en un impuesto regresivo y gravemente injusto.