Durante las últimas décadas, la política contraterrorista global parece centrarse en la prevención de la radicalización y en los mecanismos de desradicalización como estrategia central de lucha contra el terrorismo. Todo ello asumiendo de forma sistemática la existencia de una relación directa entre terrorismo y radicalización y una correlación entre ideología y violencia. Sin embargo, ni todo proceso de radicalización tiene por qué finalizar con la comisión de un acto terrorista, ni la totalidad de individuos que se encuentran bajo las mismas condiciones ha de actuar de igual modo. Por ello, cabe cuestionarse si realmente se tienen en cuenta tales diferencias a la hora de abordar dicha problemática desde un enfoque político-criminal y su plasmación en el ámbito jurídico. No hay que olvidar que el Derecho penal debería castigar únicamente las conductas y no el mero pensamiento; de ahí que se sostenga que la radicalización cognitiva debería ser ajena al ámbito penal . Sin embargo, las últimas reformas fundamentadas en una regulación de emergencia parecen no tener en cuenta tal diferenciación.
De este modo, la hipótesis que se pretende corroborar o refutar en la presente investigación es la siguiente: el auge del terrorimo de etiología yihadista ha propiciado una regulación cada vez más sancionadora -tanto en términos extensivos como intensivos- donde se adelantan progresivamente las barreras punitivas a través de nuevas tipologías penales en un intento de recoger el modus operandi imperante de dicho fenómeno. Esto deriva en una tendencia expansiva en lo que se refiere al uso del Derecho penal, pero no necesariamente en una mayor eficacia a la hora de contrarrestar dicho panorama.