La compartición del poder entre Estado y CC.AA. y el reconocimiento de éstas como entes dotados de autonomía con plena capacidad legislativa, dentro del marco delimitado por el propio texto constitucional y los EE.AA., se configura como un dato tan decisivo y capital que ha impulsado a atribuir al Tribunal Constitucional (TC) la competencia jurisdiccional para conocer y resolver los conflictos de competencia que entre Estado y CC.AA., o entre las propias CC.AA. puedan suscitarse. Se denominan conflictos positivos de competencia a los que oponen al Estado con una o más CC.AA. o a dos o más CC.AA. entre sí. El Gobierno o los órganos ejecutivos de las CC.AA. pueden promoverlos cuando consideren que una disposición, resolución o acto sin valor de ley de una CC.AA. o del Estado, o la omisión de tales disposiciones, resoluciones o actos, no respeta el orden constitucional de competencias establecido en la CE, en los EE.AA. o en las leyes orgánicas dictadas para delimitar las competencias entre el Estado y las CC.AA.
Es en este contexto donde la función interpretativa del TC se vuelve crucial, pues la remisión de la CE a lo que recojan los EE.AA., ya sea para especificar las competencias de las CC.AA. o las del Estado en el escenario de lo que no ha sido constitucionalmente reservado, se tiene que interpretar acertadamente. Así, aunque la concreción y la delimitación de las competencias autonómicas corresponde a los EE.AA., exige, no obstante, una interpretación anterior sobre el alcance de las competencias que la Constitución atribuye al Estado, esto es, se exige la interpretación del artículo 149.1 CE. De este modo, todo lo que del modelo competencial se localiza en la Constitución y en la interpretación realizada por el TC, es indisponible por parte de los EE.AA., ya que, en esta materia, pasan a ser consideradas con claridad como normas infraconstitucionales.