Desde hace tiempo, varios organismos nacionales e internacionales (ONU, 2017; OCDE, 2018; MEFP, 2019) han dado la voz de alarma sobre la desigualdad que existe tanto en el acceso de parte del alumnado al sistema escolar como en sus posibilidades de éxito. En el ámbito de la discapacidad, nuestro sistema educativo ha contribuido a perpetuar una situación en la que las diferencias biológicas se han convertido en causa de desigualdad, liberando así a la conciencia colectiva de todo tipo de responsabilidad (Hughes y Paterson, 2008). De ahí la necesidad de identificar las dificultades para el desarrollo de la educación inclusiva en nuestras escuelas, y que permita iniciar un proceso de transformación de las mismas con vistas a satisfacer las necesidades de un alumnado diverso desde un enfoque democrático (Ainscow, 2001; Apple y Beane, 2005; Dewey, 2010; Echeita, 2006).