El terrorismo propiciado por ETA no es el mismo al que se debe hacer frente hoy día. Esto requiere modificar los términos para adaptarse a la situación actual. Sin embargo, la cuestión es la siguiente: ¿Dónde está el límite a partir del cual la legislación antiterrorista deja de regular una nueva situación que debe confrontar y pasa a invadir una esfera alejada de su carácter de última ratio? ¿Bajo qué circunstancias se pueden legitimar la permanencia de una legislación de emergencia y carácter extraordinario? En este sentido, cabe decir que ambas respuestas pivotan en torno al sentimiento de seguridad. El terrorismo no solamente se percibe como una amenaza global que incide sobre bienes físicos o derechos fundamentales, sino que también hace peligrar el elevado grado de bienestar y desarrollo social y económico existente en algunos países. Ese cambio en el modo de percibir la seguridad demanda una mayor injerencia estatal para garantizar el estatus. Intervención que, en realidad, es meramente simbólica, en tanto que no tiene capacidad intimidatoria sino que simplemente cumple una función retributiva para satisfacer la necesidad social de la pena. Sin embargo, es esa “seguridad por encima de cualquier otro derecho” la que genera y, al mismo tiempo, legitima, una tendencia legislativa cada vez más próxima al Derecho penal del enemigo. Puede argumentarse que ese incremento del rigor punitivo responde a comportamientos con un mayor contenido del injusto y que el adelantamiento de las barreras de punición no son más que conductas enmarcadas en figuras ya contempladas como los actos preparatorios punibles. Es aquí donde surge otra cuestión: ¿podría justificarse esa tendencia expansiva (e intrusiva) en un intento de neutralizar fácticamente esos peligros excepcionales a los que debe hacer frente?