La de la mujer impedida –deforme, en la mayoría de los relatos–, es una parte de la historia de María Blanchard: la que mucha de la historiografía a ella dedicada, en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, y aún durante muchos –demasiados– años después, se ha insistido en narrar. De su producción pictórica poco se dice; de sus anomalías físicas, por el contrario, corren ríos de tinta. De su camaradería con el resto de integrantes de la galería cubista a la que perteneció durante los años de la Gran Guerra, quienes la consideraban una igual, pocas referencias se hacen; de su sospechosa similitud plástica con las producciones de sus compañeros varones, ya fuese por falta de creatividad o madurez artística, no faltan alusiones.
La obra pictórica que desarrolló María Blanchard durante su etapa cubista, y que desarrolló simultáneamente junto a otros colegas de profesión, como Juan Gris, Jacques Lipchitz o Jean Metzinger, demuestran, sin embargo, no sólo su madurez creativa y vital, sino su capacidad de aportar renovadas soluciones plásticas a un movimiento artístico que, como consecuencia de la guerra, se encontraba en un impasse. Sobre ella, escribirían, no obstante, los escritores más relevantes de su tiempo, como Federico García Lorca, Ramón Gómez de la Serna o Gerardo Diego, demostrando su apoyo incondicional a la pintora, aquél que, en algún momento, tuvo. Este escrito pretende recuperar a esa otra Blanchard, la artista.