Si hay un colectivo especialmente sensibilizado con la tan traída y llevada cuestión de la crisis de las Humanidades, este es el del profesorado de lenguas clásicas, debido a que, en las sucesivas reformas educativas, el espacio concedido a nuestras materias no ha dejado de estrecharse. En el momento actual, ante la incertidumbre de qué nos deparará la LOMLOE –si bien las primeras noticias no son precisamente tranquilizadoras-, podemos resumir la situación del Latín y el Griego diciendo que el Latín más o menos resiste, con presencia en 4º de la ESO, 1º y 2º de Bachillerato, sobre todo en el itinerario de Humanidades, mientras que en el caso del Griego, apenas si mantiene su estatus en 1º de Bachillerato de Humanidades, siendo cada vez más raros los alumnos que, al llegar a la universidad para cursar el grado de Filología Clásica, han completado al menos dos años en las dos lenguas clásicas.
Este panorama tan desalentador que, por desgracia, no es nuevo, ha obligado a nuestro colectivo a llevar a cabo una profunda reflexión sobre la metodología docente seguida hasta ahora para la enseñanza del Griego y el Latín, con el propósito de mantener al menos el alumnado que tenemos y, por ende, los puestos de trabajo.
Dentro del ámbito de la enseñanza de las Clásicas se pueden delimitar dos grandes grupos de opinión en lo que a la metodología docente se refiere: los que siguen apostando por el método gramática-traducción –el mal llamado “método tradicional”-, aun reconociendo algunas de sus debilidades, y los que abogan por la aplicación de los métodos activos, en particular, el método inductivo-contextual.