Tras las últimas reformas legislativas, la penalización del “discurso de odio” asociado a situaciones de índole religiosa, política o de seguridad se ha convertido en el punto crítico en el que la lucha contra la violencia podría justificar la restricción -de forma legítima- del ejercicio de un derecho fundamental como es la libertad de expresión, recogido en el artículo 20 de nuestra Carta Magna.
No hay más que ver la ingente cantidad de sentencias referentes a esta materia que, años atrás se podrían haber atribuido a “cosas de niños” y que hoy conllevan incluso consecuencias penales para sus autores
Esta situación no solamente ha provocado una respuesta de los sectores más liberales del ejecutivo en pos de despenalizar algunos de estos delitos, sino también una crítica por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que en uno de sus últimos pronunciamientos ha impuesto a España una multa por vulnerar el derecho a la libertad de 4 expresión de dos de sus ciudadanos, lo que nos obligaría a cuestionar si estas reformas esconden tras de sí una estrategia de instrumentalización del “discurso del odio” como herramienta de injerencia política en la esfera judicial.
De esta forma, es importante dilucidar dónde se encuentra el límite a partir del cual ese discurso deja de considerarse una mera manifestación simbólica de rechazo y crítica hacia una situación determinada y pasa a constituir una incitación real al uso de la violencia.