Cuando se habla de competitividad por los expertos, se hace referencia a un fenómeno multifactorial que va cambiando a lo largo del tiempo y del contexto objeto de medición. Durante muchos años, este término se ha asociado a factores estrictamente econocimicistas, tales como el aumento de la eficiencia, el incremento de la productividad, la reducción de costes o la capacidad de competencia de un país. No obstante, a medida que hemos ido avanzando, estos términos comienzan a mezclarse cada vez más con otros no tan económicos, como puedan ser la conciencia ambiental o la evitación del llamado despoblamiento rural, tratando de lograr un equilibrio entre lo económico y lo social. Ciertamente, la mejora de la competitividad de la agricultura, y del sector agrario en general, no es una preocupación reciente, ni tampoco un propósito exclusivo de unos pocos países. Se trata de un desafío a nivel mundial, que requiere de la adopción de estrategias y políticas integrales que permitan alcanzar tal objetivo.
En el caso de España, son numerosas las estrategias utilizadas por el legislador para favorecer la competitividad. En cumplimiento de la normativa comunitaria, se han elaborado diferentes planes o programas de actuación para el desarrollo del sector. Si nos centramos en concreto en las distintas formas de acceso a la tierra y, en especial, en el régimen de arrendamientos rústicos, el legislador español se ha preocupado de mejorar la viabilidad de las explotaciones agrarias y su competitividad, potenciando una mejora estructural a partir de la movilidad de la tierra.