El monopolio estatal de la educación se inicia en España con Carlos III (1728-1779), es afirmado en la Constitución de Cádiz de 1812 (art. 131) y la legislación posterior. Pero mientras que en otros países occidentales, que también afianzan sus sistemas educativos públicos a lo largo del siglo XIX, desplazan el tradicional papel de las Iglesias en la educación, en nuestro país ese desplazamiento es mínimo. Algunos intentos liberales en esa dirección, como los de la primera república (1868), son rechazados por las fuerzas conservadoras amparándose en los propios textos constitucionales (1812 y 1876), donde se impone la religión católica como la única y verdadera del estado, y en el Concordato con la Santa Sede de 1851 que ordena que la instrucción en las distintas enseñanzas se haga conforme a la doctrina de la religión católica (art. 91).
Dicho mandato tiene una incidencia inmediata en el incipiente sistema educativo a través de la ley de Instrucción Pública de 1857.
Amparada por el Estado, se opone al derecho a la libertad de expresión y de enseñanza, rechaza el laicismo en los centros públicos, la coeducación y la libertad de cátedra que se comienza a reclamar desde algunos sectores del profesorado en defensa de la libertad de ciencia y de conciencia en sus enseñanzas.
En definitiva, la iglesia en su versión oficialista plantea una educación que va al margen de los ideales de renovación pedagógica que comienzan a surgir en estos momentos donde la naturaleza humana es el centro de atención. Precisamente, el objetivo de este trabajo es el de analizar cómo reacciona aquélla ante esta situación.