Los sesenta y cinco años de vida de Bartolomé Murillo se desarrollan en una ciudad de Sevilla que ya no vive el esplendor del Quinientos. Aunque hubo años de plenitud y alegría, otros muchos fueron de miseria, calamidades y hambre. Especialmente terrible fue la peste de 1649 que diezmó la ciudad, pero tampoco pueden olvidarse las periódicas arriadas del Guadalquivir. Todo ello originó una situación de pobreza y tristeza generalizada. También existían grandes fortunas y personajes opulentos y un gran número de artesanos, funcionarios y clero sencillo, cuya realidad vital casi ocultaba el brillo de los primeros y las miserias de los segundos.
La vida transcurría con gran monotonía y cualquier acontecimiento extraordinario era considerado como un motivo para olvidar la realidad cotidiana. La creciente religiosidad fue una vía de escape y las festividades religiosas fueron el principal refugio de la población. Muchas eran las habituales del calendario litúrgico, caso de la Semana Santa y el Corpus Christi, pero otras tenían carácter excepcional y daban lugar a decorados y montajes efímeros, con lo cual tuvieron mayor repercusión entre los sevillanos. Fue el caso de la elección de Urbano VIII como nuevo Papa, la beatificación de Francisco de Borja o la festividad de los mártires de Japón.
También se celebraron fiestas con motivo del nacimiento o fallecimiento de miembros de la familia real, si bien la falta de recursos económicos impidió repetir fastos como los desarrollados durante el siglo XVI.
Gran incidencia tuvieron los festejos organizados con motivo de la defensa de la Concepción Inmaculada de María, así como la consagración de la iglesia del Sagrario en 1662, en la que se reiteró la devoción hacia la Inmaculada.
No obstante las grandes fiestas barrocas de Sevilla corresponden a la inauguración de la iglesia de Santa María la Blanca en 1665, templo en cuya renovación intervino Murillo, y la de elevación a los altares del rey Fernando III, en 1671. El libro que al respecto publicó Fernando de la Torre Farfán, el mejor editado de todo el barroco español, recoge esas extraordinarias fiestas que tuvieron por escenario la catedral sevillana y en la que participaron los principales artistas del momento, caso de Bernardo Simón de Pineda, Pedro Roldán, Juan de Valdés Leal, Pedro de Medina, Matías de Arteaga y Murillo. El templo fue transformado mediante espectaculares decoraciones y montajes efímeros en los que se fusionaron todas las artes y cuya fingida riqueza y erudito contenido simbólico convirtieron esas arquitecturas y adornos temporales en uno de los principales testimonios de la cultura barroca.