De entre los muchos caminos de ida y vuelta que Rafael Alberti se ve obligado o decide emprender en su vida a golpe siempre de unas circunstancias históricas atroces tanto en España como en Europa –con todas las pérdidas, las desposesiones o los despojamientos que ello implica–, su libro A la pintura se convierte en uno de los caminos de regreso que le es dado al poeta por el verso. Desde luego el libro en su conjunto es un homenaje dedicado a través de la palabra a lo que apunta el título, a la pintura y a tanta belleza contenida en los límites de los lienzos o de las pinturas murales o de los frescos; homenaje sostenido a través de un ejercicio de écfrasis arrebatado de entusiasmo plástico y verbal. Simónides de Ceos nos dice que “la poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda” y, a partir de ahí, Horacio plantea: Ut pictura poesis. Básicamente eso es la écfrasis y Alberti se aplica a ensayar esos principios resolviendo en palabra poética tantas y tantas imágenes pictóricas acumuladas por el tiempo y guardadas en su retina. Pero más allá, creo yo, en 1945 –es decir, al terminar la II Guerra Mundial y como “una cantata contra la barbarie”–, A la pintura significa para Rafael, la posibilidad de volver. Volver a su primera vocación de la pintura antes que de la poesía, volver a la que consideró su gran casa de juventud en Madrid –el Museo del Prado–, volver a ese recinto que tanta belleza y descubrimientos atesorara para el muchacho en 1917 y a los que Alberti retorna a sus 43 años: “la nostalgia del Museo del Prado –explica– […] se me concretó en un libro de poemas […] que me hizo volver a la experimentación de los colores y la línea, pero esta vez entremezclándolos con la palabra, es decir, con el verso.”