Este paseo por las escrituras expuestas en las ciudades hispanas alto modernas
llega a su término. Conscientemente, he dejado fuera uno de los territorios privilegiados
de la actividad epigráfica: la iglesia. No ya porque la misma fuera mayormente
funeraria y evergética, sino porque, siendo el templo un lugar público,
para contemplarlas es imprescindible franquear la puerta, condición que no se
requiere frente a las escrituras incisas, pintadas o fijadas en los muros y espacios
externos revisados en estas páginas. Este fenómeno, por supuesto, no era nuevo,
pues contaba con el singular precedente de la Roma Imperial y había empezado
a recuperar algo de su brío en la Europa bajomedieval tras la crisis de dicha producción
escrita en la alta Edad Media. Sin embargo, con el Renacimiento y el
Barroco se entró en una fase cualitativamente más rica, de suerte que las ciudades
de entonces enseñorearon inscripciones monumentales por doquier, mostraron
la elegancia de las letras pintadas en las arquitecturas temporales tan características
de las fiestas cortesanas o se poblaron de escritos efímeros bajo los formatos
de avisos, carteles o pasquines. Formas distintas que naturalmente concitaron
espacios, tiempos y modos de recepción no siempre coincidentes, determinados
en cada circunstancia por los diversos soportes, los formatos textuales y las modalidades
gráficas. Las escrituras visibles más que exponerse se impusieron a la
vista y eventual lectura de todos, alfabetizados y analfabetos, hombres y mujeres,
de suerte que nadie podía escapar al reclamo que llegaba desde el muro.